Bueno, vale. No es que se vaya a poner de un momento a otro a arrancarle la cabeza a un murciélago pero no me negarás que esa forma de tocar tiene cierto magnetismo. Parece por momentos eléctrica, como desencajada de su carcasa de muchacha cándida e inocente. Curiosamente, Jacqueline pasó a la historia no sólo como una de las violonchelistas más prestigiosas del siglo XX (su interpretación del concierto para cello de Edward Elgar es considerada por la crítica como referencial y por algunos, definitiva), sino que a menudo se la recuerda como una especie de ser de luz caído del cielo. «A pesar de todo nunca perdió la sonrisa». He de confesarte que este tipo de comentarios que leo a menudo sobre ella me producen dentera. El «a pesar de todo» se debe a la esclerosis múltiple que le fue diagnosticada con tan solo 28 años y que le impidió continuar con su carrera musical. La esclerosis lateral amiotrófica o ELA es una enfermedad autoinmunitaria que afecta a las neuronas motoras del cerebro y la médula espinal. Quizá te suene por ser la misma enfermedad que padeció Stephen Hawking, pero a diferencia de él Jacqueline no solo necesitaba poner en funcionamiento su extraordinario cerebro para continuar con su oficio de violonchelista, sino también la capacidad de movimiento en sus músculos. Algo que fue perdiendo progresivamente a medida que la enfermedad avanzaba. Volviendo al manido comentario de la sonrisa estoica. Es cierto que Jacqueline tenía una apariencia dulce, recatada y risueña. Justo los atributos clásicos asociados al ideal femenino. No puedo evitar preguntarme qué se diría de ella hoy en día si su personalidad en el escenario, mucho más visceral y gamberra, hubiera sido la dominante en todas las facetas de su vida. «La gente te pone como ejemplo de valentía, ¿te sientes así?», le llegó a preguntar Christopher Nupen en una de las últimas entrevistas que Du Pré concedió a la BBC, siete años antes de su muerte. «No, ni hablar, hay gente que en peores circunstancias lo lleva mejor que yo». ¿Qué se diría de esta virtuosa del violonchelo si en lugar de dar una respuesta rayana a la santidad se hubiera apoderado de ella el espíritu de bestia parda que lograba articular a través de la música? «Mira, no, valiente no me siento. Lo que estoy es hasta el mismísimo…». Ya, algo así parece impensable en boca de una mujer con rostro angelical y en silla de ruedas. Especialmente por lo último. Es como si se nos cortocircuitara el cerebro al asociar enfermo y mal carácter, aún peor si la enfermedad es terminal o incapacitante. Esperamos de quien está jodido que mantenga su sufrimiento para sí, a ser posible en un contenedor hermético y apartado para que no nos huela. Pareciera que la confirmación del padecimiento de otro ser humano —de alguien a quien quizá hasta hace dos días echábamos el brazo por cima camino del bar— nos resultara insoportable. Suficiente tenemos cada uno con nuestras propias miserias como para que las quejas, la mala pipa o los ayes de un enfermo nos amarguen el día. Sí, entiendo esa postura. Pero, ¿no te da un ligero repeluco vivir en un mundo en el que se espera de quien está al borde del precipicio que aguante la sonrisa de selfie incluso después de haberse despeñado? No sé, no sé. Serán cosas mías.