Gilbert Garcin (La Ciotat, 1929) se pasó cuatro décadas regentando una pequeña empresa de lámparas en Marsella y en 1995, como si de una evolución lógica se tratara, pasó de vender luz a crear con ella. Este nonagenario francés se acercó a la fotografía huyendo de las aburridas rutinas que observaba en los jubilados de su entorno y pese a que su relación anterior con la fotografía no iba más allá de las típicas instantáneas familiares, con esta carrera tardía se ha convertido en uno de los fotógrafos contemporáneos más importantes. Garcin siempre estuvo interesado en el arte y, según él mismo ha afirmado, las ideas e imágenes que ahora plasma en la fotografía llevaban muchos años en su cabeza pero le faltaba el tiempo y la inspiración para sacarlas al exterior. Esa necesaria chispa surgió en un taller dirigido por Pascal Dolémieux al que asistió en el prestigioso festival fotográfico de Les Rencontres d’Arles, y fue a partir de ese momento que despegó una carrera que le ha llevado a publicar varios libros y exponer su trabajo por todo el mundo.
En la obra de Garcin se dan cita muy diversas técnicas y fuentes de inspiración pero tiene una coherencia temática y estética fuera de toda duda, entre otras cosas por el omnipresente protagonista de sus imágenes, Mr. G, que funciona de algún modo de alter ego e hilo conductor en sus fotografías. Este curioso personaje no es otro que el propio Gilbert Garcin ataviado con una gabardina en una evidente referencia a René Magritte y al inmortal Monsieur Hulot de Jacques Tati. Garcin construye artesanalmente sus imágenes fotografiándose a sí mismo en su personalidad de Mr. G –y a veces también junto a su esposa- y situando posteriormente esa imagen recortada en espacios y situaciones creados también por él, que por último ilumina y fotografía. Las maquetas, el diorama o el collage se funden con el surrealismo, las referencias mitológicas o la filosofía en sugerentes fotografías cuya narrativa interna conduce al observador por múltiples caminos de lectura e interpretación.
Una de las grandes virtudes de la obra de Garcin es que invita al espectador a reflexionar sobre aspectos complejos de la vida o el pensamiento pero al mismo tiempo son muy universales y accesibles a todo tipo de público, probablemente gracias a la limpieza, sencillez y ausencia de artificios de las imágenes propuestas. En este sentido puede asemejarse al efecto producido por el español Chema Madoz en aquellos que observan sus fotografías, consiguiendo una cierta mezcla de sensaciones que van desde la sorpresa por la originalidad de las imágenes pero que simultáneamente resultan perfectamente comprensibles, pudiendo llegar incluso a resultar familiares, dentro de su extraña lógica.
Las surrealistas escenas compuestas por Gilbert Garcin destilan un sentido del humor, a veces algo amargo, en la línea del ya mencionado Tati o de Chaplin pero lejos de ser banales abordan complejas reflexiones sobre la identidad, la manipulación de las masas, el vacío existencial, el absurdo o el destino, dando cabida a referencias al pensamiento de Sartre o a mitos clásicos como los de Sísifo o Ariadna. Precisamente una de las grandes virtudes de este autor es conseguir dotar de naturalidad a la unión de referentes cultos y populares trasladando de ese modo esa amplitud de mirada al público al que se dirige.
Para finalizar cabe preguntarse, aunque la respuesta puede resultar obvia, si la obra de Gilbert Garcin hubiera sido la misma en el caso de haber tenido una carrera “normal” en términos temporales o, por el contrario, la avanzada edad con la que se inició y la experiencia vital acumulada durante toda su vida han influido decisivamente y posiblemente mejorado su trabajo tanto conceptual como técnicamente.