Aberdeen es una localidad de poco más de treinta kilómetros cuadrados perteneciente al condado de Grays Harbor, en el estado de Washington, al noroeste de Estados Unidos. Al norte limita con Canadá. Como el país de la bandera de la hoja de arce está rodeada de densos y profundos bosques que podrían dar cobijo a criaturas míticas como el Wendigo. Tampoco nos extrañaría que una vez allí nos abordaran figuras misteriosas y extravagantes como las que el controvertido cineasta David Lynch hizo desfilar en su celebrada y extraña serie “Twin Peaks”. En lugar de eso, Aberdeen es más propensa a ser fuente de inspiración para relatos como el que el malogrado Breece D’J Pancake recoge en su único pero arrebatador libro “Trilobites”. Historias de seres humanos convencionales, anodinas, llenas de hastío y de esa crueldad y violencia propias de individuos embrutecidos a causa de alguna desavenencia existencial.
Alejada del mundanal ruido urbanita, Aberdeen forma parte de esa América profunda que William Faulkner retrató en “Santuario”, fecunda en seres recelosos y hostiles con cualquiera que pretenda entrometerse en sus pequeñas y mezquinas vidas. Tipos a los que normalmente se les suele imponer alguna clase de tara mental, y que un imaginario popular con muy mala leche ha representado en numerosos films de terror. Por supuesto, todo esto no es más que una exageración, pero es muy posible que algo de ello subsista en la realidad, porque Aberdeen nunca llegó a crecer tanto como sus vecinas Hoquiam y Cosmópolis, pese a haber sido la ciudad más grande y conocida del condado, así que no es descabellado suponer que sus gentes desarrollaran cierto complejo de inferioridad. Con una economía básicamente industrial, que en sus mejores momentos prosperó gracias a la madera, y una limitada oferta lúdica y cultural, cuenta con todas las papeletas para convertirse en un manicomio en potencia.
Pese a ello, Aberdeen llamó la atención del cine, y sirvió como escenario para la acción que en ella desarrollaron films como “Anillos de Fuego” (1960) o “McQ” (1974) protagonizada por el icono del cine estadounidense, John Wayne. También fue el lugar de nacimiento un frío y húmedo día de invierno de 1967 de uno de los músicos más legendarios de la escena rock, Kurt Cobain. Entre una sempiterna niebla y un horizonte cubierto de naves industriales y descollantes y humeantes chimeneas de hierro hasta donde la vista alcanza, es precisamente donde pasaría su feliz infancia y la mayor parte de su traumática adolescencia.
Pensar que todo genio necesita del estímulo del trauma para llevar a cabo su creación es ridículo y se basa en un relato premeditadamente distorsionado de la realidad, pero es indudablemente cierto que en el caso de Cobain fue así. Lo que quiero decir con esto es que, muy probablemente, Cobain habría sido músico de todas formas, pero sin este estímulo como acicate, jamás habría compuesto la música que nos legó y que lo encumbró a un estrellato que terminó por devorarlo. Fue en Aberdeen donde tuvieron lugar dos de los sucesos que más hondamente lo marcarían para el resto de su vida, la separación de sus padres y la adicción a las drogas, que siempre justificó por su capacidad para calmar unos terribles dolores de estómago, que es cierto que padeció a lo largo de su breve pero intensísima vida. Si a eso le sumamos una personalidad con inquietudes artísticas y musicales que intenta desesperadamente desarrollarse en un ambiente más interesado en cuestiones deportivas y sexuales, el cóctel resultante es explosivo. Nunca sabremos si la influencia de un entorno tan nocivo fue determinante o circunstancial en el suicidio de alguien que ya contaba con algunos familiares que habían fallecido en las mismas circunstancias, pero la huella que dejó en su sensible y enfermiza impronta sin duda fue profunda.
Con Nirvana, nombre con el que acabaría bautizando a su grupo después de uno tan escatológico y transgresivo como Fecal Matter, se convirtió en el abanderado de lo que vino a llamarse movimiento grunge, una amalgama de grupos de rock a los que forzosamente se les buscó un nexo musical. Nirvana como pretendido estado de liberación de una serie de padecimientos a los que hubo de hacer frente antes de alcanzar la gloria. Uno de tales padecimientos aparece reflejado en “Something in the way”, el tema más sombrío de “Nevermind”, el disco que los lanzaría a él y al resto de los integrantes del grupo directos a la fama. En él narra la experiencia de alguien que no tiene un hogar y se ve obligado a sobrevivir miserablemente debajo de un puente, con la presencia de los animales como única compañía. La letra está inspirada en las noches que el cantante pasó durmiendo en las casas de diferentes amigos, en apartamentos abandonados o en plena calle, a la intemperie, tan sólo al resguardo de unas frágiles y malolientes cajas de cartón, a causa del problemático divorcio de sus padres. El resto de penalidades pueden extraerse de las numerosas biografías, entrevistas y documentales que se han venido publicando hasta el presente.
Yo voy a mencionar tan sólo otra más, que me parece especialmente significativa. Cierto día, tras una violenta discusión, Wendy O´Connor Cobain amenazó con disparar a su segundo marido. Por fortuna, el episodio no se convirtió en tragedia, y una vez repuesta la madre de Kurt arrojó sus armas -porque parece ser que tenía varias- a las profundidades del cercano río Wishkah. A la mañana siguiente, el joven Cobain las recuperó y las vendió. Con el dinero conseguido adquirió su primer amplificador. Así es como este muchacho perdido en un mundo inhóspito y apático convirtió su dolor en algo productivo e inició la andadura que le llevaría a convertirse en el icono musical de generaciones. Dos años después de su muerte apareció el álbum recopilatorio del grupo “From the muddy banks of the Wishkah”, que con su título homenajeaba en cierto modo este suceso.
En pleno auge de su fama Cobain declaró lo siguiente en una entrevista concedida a la revista The Face en septiembre de 1993: “Tuve una vida de mierda hasta los 17 años. Me pasaba el 90 por ciento de mi tiempo sentado en mi habitación. Después de la escuela me iba a casa, tocaba la guitarra y escuchaba música. Los Estados Unidos me parecían tan grandes que pensaba que nunca saldría de mi región”.
Finalmente consiguió largarse de su ciudad en compañía de su fiel amigo y bajista de la banda, Krist Novoselic. Pero en lo más profundo de su alma, Aberdeen continuó a su lado, recordándole que seguía siendo el mismo paleto, alguien que gozaba de un éxito inmerecido, un fraude que había engatusado a millones de adolescentes, hasta tal punto insistente, indeseable y venenosa que sólo le quedó una salida. La de apretar el gatillo de la escopeta Remington con la que terminó por volarse la tapa de los sesos.