Lydia Lunch: “I’m not punk. Although I’m more punk than you, punks”

Lydia Lunch

Entrar en contacto con el mundo de Lydia Lunch es como bajar al sótano de una casa abandonada. Suciedad, caos, oscuridad, óxido, mugre, silencios y olores inquietantes se agolpan en tu retina. A medida que continúas leyendo las palabras te traspasan, se apodera de ti una extraña sensación que va calando en tu organismo, va medrando hasta conseguir removerte las tripas. Terapia de choque si estás en un momento delicado. Créeme, funciona. Yo llegué virgen e inmaculada a Paradoxia. Diario de una depredadora. Había oído hablar de la mala sangre de esta señora pero no alcanzaba a imaginar lo que se me venía encima. Ahora que he sido vapuleada, escupida, azotada y un sinfín de otras vejaciones, me siento preparada para hablar de este libro del demonio —nunca mejor dicho—.

Pero antes, intentaré contextualizar brevemente a su autora. Lydia Lunch nació en 1959 en Rochester, Nueva York. Tomando de inspiración a escritores e intelectuales como Hubert Selvy, Henry Miller, el Marqués de Sade, Foucault o Violette Leduc, comienza a escribir a la edad de 12 años, o en palabras de la propia Lydia: «a documentar en todas las formas posibles mi propia demencia y la demencia política que estaba teniendo lugar en ese momento». Cansada de los abusos de su padre, entre los 14 y los 16 años de edad, se escapa de casa, abandona la escuela y viaja hasta la Gran Manzana, donde comienza a merodear «por bares, clubs, librerías, parques públicos o salas de urgencias (…). Días, semanas, meses y años en compañía de caras desconocidas. Perdida en el anonimato. Tanto en el de ellos como en el mío propio. Me inventaba personajes diversos, a los que bautizaba con nombres según mi estado de ánimo».

Lydia Lunch

El primer concierto al que asiste es de la mítica banda Suicide, que pasa a convertirse inmediatamente en uno de sus máximos referentes. Movida por la necesidad de sacar de dentro todo el veneno que la corroe, pasa a formar parte de la escena post-beat poetry, o lo que se conocerá después como spoken word. En 1976 funda, junto al saxofonista James Chance, Teenage Jesus & the Jerks, una banda que tendrá un recorrido de apenas dos años, pero cuya impronta fue decisiva en la formación de posteriores agrupaciones de new wave. Lunch define este estilo musical como un sonido «hostil, combativo, perturbado, instintivo, escasamente melódico y lejano al punk», al que tacha de estar demasiado sujeto a modas.

Este será el principio de una larga trayectoria de proyectos musicales, literarios e incluso fílmicos y fotográficos, tanto en solitario como en colaboración con otros artistas —como Nick Cave, Richard Kern, Exene Cervenka, Thurston Moore, Weasel Walter, o J. G. Thirlwell, entre otros—. Lunch se define a sí misma como una artista conceptual, combativa e inclasificable. Una reportera que documenta lo que ocurre tanto a su alrededor como en su psicótico mundo interior, al fin y al cabo no tan distante al de cualquier individuo en este planeta.

Lydia Lunch

Más que un testimonio honesto, Paradoxia. Diario de una depredadora es el esputo purulento, hemoptoico y visceral de una joven artista trastornada, procedente de las cloacas de Nueva York de finales de los 70. Éste no es el relato de una superviviente, sino el de la artífice de la tormenta, del caos, de la guerra por la guerra. No encontrarás aquí a la mujer creadora, la que resurge de las cenizas para entregar al mundo un tierno vástago de sus entrañas. Sino a la aniquiladora, la destructora de cualquier amago de compasión, de condescendencia o de energía sanadora en su dirección. Aquí nadie te ha pedido permiso para remover, para mojar, para escarbar en la herida; ni se busca tu aprobación, tu empatía o tu capacidad para ponerte del lado de los malos durante unas horas. Pero lo consigue. ¿La intención es provocar una reacción violenta en el lector, un golpe en la mesa que diga basta a tanto despropósito, o por el contrario, conseguir adeptos a su causa, despertar a la bestia que llevamos dentro? Ella no reconocerá nada, ni lo bueno ni lo malo. Mientras sea incapaz de sentir remordimientos por algo, estará libre de toda culpa.

Lo confesaré TODO. Excepto que me he equivocado. Excepto que soy culpable de algo. Estoy segura de que me he equivocado un montón de veces, en determinadas situaciones. Pero nunca lo admitiría. Nunca. No recuerdo haberme sentido culpable ni una sola vez. NUNCA. Pero seguro que lo soy. De casi todo

La protagonista de este relato no es una simple arpía desquiciada, una loca de los gatos cuyo único oficio es echar pestes por la boca, sino una criminal en potencia, una sadomasoquista que disfruta provocando tanto daño físico como moral a diestro y siniestro. Su mordisco es el de la vampira que transmite a su presa un dolor único y muy personal: el suyo propio. Se ha dicho de ella que escribe como un hombre, se la ha comparado con la pluma de Jean Genet, Charles Bukowski o el Marqués de Sade. Pero Lydia Lunch no escribe como un hombre —¿qué demonios es escribir como un hombre?—, sino como una bestia.

Egoísta y ególatra sin remordimientos, un animal llevado por el instinto, que se movía por intuición, siempre a la búsqueda del próximo bocado sabroso, de la presa confiada, del crédulo ingenuo. (…) Esperaba encontrar en hombres perdidos un lugar para perderme. Buscaba sus flaquezas, su punto débil, un pequeño desgarro en su tejido psíquico con el que darme un festín

¿A qué se debe tanta mala uva?, ¿es ésta una artista trastornada más con un pasado turbio, con una infancia robada; una mujer que incuba un rencor crónico y contagioso en su interior? Si es así no te vayas a sentir incómodo por eso. Ella lo dice sin pesar y sin tapujos: «fui abusada sexualmente por mi padre cuando era una niña, esto me ha permitido tener una mayor perspectiva a la hora de analizar otro tipo de abusos de poder.» Lunch acepta su herencia familiar y utiliza el dolor como una herramienta, liberándose de él al reproducirlo en otros cuerpos. Con todo, el dolor que inflige en los demás no es comparable al daño al que le gustaría ser sometida. Eso la hace insaciable, voraz y temeraria.

Yo rezaba para que uno de ellos, cualquiera de ellos, o incluso todos ellos, me ayudaran a borrar el recuerdo seboso de las calientes manos de mi padre. Unas manos incapaces de mantenerse apartadas de mí. Unas manos que no sabían estarse quietas. Unas manos que no sabían sino hurgar, palpar, pellizcar, arrimarse, corromper. Unas manos que pensaban por sí mismas.
Unas manos… muy parecidas a las mías

Pero tranquilo, puedes quedarte tu lástima en casa. Ella sabe bien lo que se hace, hacia qué peligrosos lugares la conducen sus actos y, aún más importante, el antídoto para tanta demencia. Sin embargo, su alma es lo suficientemente retorcida como para desear perpetuar el daño hasta el infinito, hasta que el cuerpo aguante. O quizá, después de todo, nunca llegó a perder la esperanza por alcanzar la redención, la liberación de la carga de sus pecados.

Siempre creí que el suicidio era la salida de los valientes. La apuesta definitiva. El «Jódete» supremo. (…) ¿No podría el suicidio interrumpir el vínculo transgeneracional que ha perpetuado la tradición familiar de comportamiento psicótico?

La mayor parte de la acción transcurre en Nueva York, la gran metrópolis. Esa seductora tierra prometida que apesta a sudor agrio, a crimen pasional, a comida basura, a contaminación espesa,… Una variada amalgama de estímulos para el olfato. Un perfume nauseabundo que se adhiere no sólo a tu ropa y a tu pelo, sino a todo tu organismo. Sin duda, un lugar encantador donde perder del todo el equilibrio. Al menos, esa es la impresión que una se lleva de la Gran Manzana después de leer la descripción que la autora hace de la ciudad.

Un enorme campo de fuerza electromagnética que te nutre con un carburante adulterado. Altera tus terminaciones nerviosas. El resultado es una comezón persistente que te hace anhelar más. Y cuanto más tienes, más deseas. Y más, nunca es suficiente. Hasta que es demasiado. Hasta que tu fuerza vital parece permanentemente succionada, ordeñada, roída, ingerida, digerida y escupida de nuevo en tu cara por un ejército de espíritus vivientes que acechan sin cesar en una ciudad cuyos confines se han extendido hasta el borde de la más completa demencia. Trata de mantenerte cuerdo en Nueva York. Te reto a que lo intentes. El mismo aire es un estupefaciente psicotrópico que acelera las pulsaciones

El punto de vista de Lydia Lunch sobre la prostitución no es fácilmente digerible. Por esta vez, quien tiene el control de la situación, quien somete, cosifica, domina, usa y después tira sin remordimiento de conciencia; quien se jacta de pasar por encima de otros para obtener satisfacción personal no es él, sino ella. Si tiene hambre — sexual, material, emocional —, chasquea los dedos y aparece la carne. No importa cuántas veces haga sonar la campanilla, el hombre siempre acudirá a la llamada — «Lo tenía enganchado. Enganchado a mi coño» —. Esta agilidad propia de Lunch, de volver lo blanco, negro, forma parte de un sofisticado mecanismo de defensa — «Women, get your guns!» —. El arma es ella misma, su propio cuerpo, su palabra, su experiencia y temeridad. De esta manera consigue mirar arrogante desde arriba, por encima del hombre, del padre, de cualquier representación paterna en este mundo que pretenda dominarla. Ella no reconocerá nunca el papel de víctima vulnerable, de presa fácil; de mujer herida, excluida o subestimada. Si tal cosa ocurre, si finalmente es sometida, humillada o maltratada de alguna manera, es porque ella lo ha querido así, sabía a lo que venía. Y si ser violentada no era realmente su deseo, al menos estaba preparada para afrontarlo y contraatacar, siempre ojo avizor. Supervivencia salvaje o, dicho de otro modo, una perturbadora estrategia de no perder el juicio en la guerra.

Follar por pasta era, para mí, la quintaesencia de la libertad. Una pantalla en blanco en la que podías proyectar cualquier imagen que quisieras. Una regresión de la realidad. Un lugar donde excomulgarme de mí misma. (…) Sentía una extraña lástima por los hombres a los que prestaba mis servicios. Sentía más respeto por ellos que por la mayoría de gente que conocía. Todo se mantenía a un mismo nivel: tú les vendes una fantasía durante treinta minutos o una hora. Ellos consiguen lo que pagan. Tú tienes lo que necesitas. Dinero. Y entonces se largan. Nada de mierdas. Sin tener que cuidarlos. Sin sostenerles la mano

En los últimos capítulos se deja entrever cierto atisbo de misericordia hacia el prójimo, se percibe una clara intención por parte de la autora de transmitir la sabiduría adquirida con los años y la experiencia, una parada de emergencia después de tanta barbarie. Sin embargo, no encontrarás entre sus páginas las dichosas «gafas de la felicidad» con las que ver el mundo más amable y apetecible. Si te ayudan en algo las reflexiones —como diría ella misma— de una sociópata, una lunática, una paranoica maníaco esquizofrénica, un androide manipulador, es debido a los efectos secundarios de su lectura, algo de lo que no puedes hacerla responsable. O sí, pero será en vano.

Por supuesto, ese vacío interior sólo puede llenarlo uno mismo. Y sólo llegamos a comprender eso tras haber atiborrado cada orificio, cada abertura, cada brecha, con un cúmulo indiscriminado de basura estéril. De escombros. De residuos. De despojos humanos. Y aun así, el apetito sigue sin ser saciado, especialmente cuando el objeto de deseo cambia constantemente. La gula es siempre insaciable, tanto si pide sexo, comida o drogas. Lo que pide es una ingente cantidad de estimulación o información inservible, de sonidos intrascendentes, de sentimientos casuales, de hechos y cifras sin relación alguna. Polvos para relegar al olvido

¿Realidad o ficción?, ¿puede una mujer escribir con tanta ligereza sobre sus obsesiones sexuales, sus vicios incorregibles, sus depravadas fantasías hechas realidad, sin que alguien tome cartas en el asunto, sin que tanta osadía tenga graves consecuencias para su honra o para la honra del lector; sin ser censurada, señalada, lapidada, sacrificada o quemada en la plaza del pueblo?; ¿puede una persona decente verse reflejada en las palabras de una depredadora?, ¿y si la lectura de este libro provoca en ti una extraña y repentina necesidad de confesar lo inconfesable, de destapar al fin alguno de esos secretos que guardas con celo en la oscuridad de un sótano, de un desván, de un trastero o de un garaje abandonado?, ¿te atreverías a llegar hasta el final?

Lydia Lunch

Un único pero: en estas memorias apenas encontrarás información sobre la interesante trayectoria artística de la autora, lo que hubiese facilitado el trabajo de documentación al tratarse de una autora tan underground. Y es que Lydia Lunch no es punk, es el punk en sí mismo. Tras ahondar en el enigmático mundo de esta encantadora mujer perturbada, me quedo con la siguiente lección sobre ahorro energético: «identifica a tu verdadero enemigo».